lunes, 11 de febrero de 2019

Crónica-rolato de El ojo perdido de Ódinn, campaña de Ricard Ibáñez para Walhalla (Skjaldborg). PARTE 2


ATENCIÓN: Puedes leer la primera parte de este rolato pinchando aquí.



El ojo perdido de Ódinn
Parte segunda


¡Aaaaaay, Asgi... en los altercados en los que te terminas metiendo!

Al fin estábamos preparados para partir, y con nuestro navío y nuestra tripulación salimos sin demora, atravesando un gélido mar interior hasta alcanzar la boca del río navegable que se convertiría en nuestro pasaje hasta las Fuentes de Mímir, allá en el sur.

La suerte parecía de nuestro lado cuando llegamos al primer asentamiento de paso, en el que logramos negociar un peaje propicio (que gracias a la ayuda que le presté a nuestro godi, el precio fue más que justo, alegando para ello nuestra búsqueda sagrada y la noticia de que en muchos lugares del norte ya se sabía que no solo deseábamos congraciarnos con los vivos y vencer nuestra maldición, sino también con los muertos que habían acarreado tanto mal y tantas pérdidas para con nosotros). Sin embargo, maldito sea el destino a veces, mientras comerciábamos con el líder, resultó que otra tripulación se encontraba también de paso en la villa y que uno de sus bastardos borrachuzos se encaró con nuestro skáld provocando una pelea cruenta y despiadada hasta en la que yo mismo participé cuando "el valiente" de mi hermano de leche Ketill nos indicó al godi y a mí que estaba sucediéndose la terrible reyerta. Aunque llegué a tiempo de unirme a la pelea y defender a los míos, pronto nos vimos rodeados por la guardia del jefe de la ciudad, quien nos encerró y provocó que, para sacarnos de allí, no solo tuviéramos que pagar el doble de peaje del que habíamos acordado, sino que entre ambas tripulaciones se celebrase un juicio por combate a muerte entre sendos campeones designados (y después del mismo, un festejo para hermanar a los visitantes a la villa).

La furia me embargó cuando supe de la cobardía de mi hermano Ketill al no defender a nuestros hermanos en la reyerta. Sin embargo, aunque nuestro godi nos arrastró hasta el barco para prepararnos mientras Astrid se ofrecía como campeona y representante de nuestros viajeros, se me ocurrió urdir un plan de venganza con mi artero hermano Ketill: mientras los demás estaríamos alentando a nuestra luchadora en el combate ritual a muerte, él se colaría en el navío de nuestros rivales y se apoderaría de algo lo bastante valioso como para compensar lo que uno de los suyos había provocado... el cobro excesivo de peaje que nos habían impuesto (el hecho de que a ellos también me importaba un ardite; los dioses bien lo saben). Así, dos días después de los supuestos "crímenes", mientras Astrid vapuleaba sin piedad hasta la muerte al campeón de la tripulación rival, Ketill se apoderaba sigilosamente de un buen puñado de oro y unos interesantes mapas de rutas de viaje de esos malnacidos: victoria completa.

La fortuna, en resumen, nos acompañó al abandonar los dominios de la reyerta después de una sonada fiesta de despedida, sonriendo por lo bien que había salido todo. Con el paso de los días (unos cinco, me atrevería a decir), arribamos a otra villa comercial en la que también tendríamos que negociar peaje... pero más parecía una pocilga de cerdos salvajes que un auténtico centro civilizado, sobre todo por el aspecto empobrecido de la ciudad, salvo por una estatua de un dios extranjero con grandes similitudes a Thór, llamado «Perum» o algo así, cuyos bigotes eran de oro. Así, mientras mis compañeros se dirigían a negociar el peaje, yo rezaba a aquella representación de Thór para que concediese su protección a nuestro viaje.

Cuando nos reunimos con los extranjeros para contarles que queríamos negociar el peaje de nuestro viaje espiritual, el sumo sacerdote de Perum se quedó asqueado por nuestra historia, como si no aceptase a Ódinn en su corazón, sino todo lo contrario. Menospreciando nuestro viaje, sus palabras provocaron a nuestro godi a despreciar a su vez a Perum como un dios pordiosero. Ahí, por fortuna, me vi obligado a ayudar en la mediación entre mi godi y el de ese lugar para no caldear las cosas, e incluso utilicé parte del dinero obtenido de los mercaderes problemáticos de la anterior ciudad para pagar nuestro peaje. Cuando la cosa se calmó, el godi y yo, junto con algunos compañeros, fuimos a tomar algo a una cantina de la villa, mientras el resto de mis compañeros quedaban en el barco, vigilando.

Al ver qué extrañas y magras viandas servían en la taberna del lugar, desheché la posibilidad de llevar algo a mis compañeros, quienes tenían sus propios problemas. Al parecer, alguien se había colado en el barco en silencio y huía a nado cuando fue descubierto, momento en el que una certera flecha de mi hermano Ketill le arrebató la vida. Aunque mis compañeros Astrid y Egil intentaron nadar hasta el cadáver que se hundía, no lograron llegar a tiempo y averiguar si había robado algo del barco. Por otra parte, mientras el godi y yo volvíamos al navío (al mismo tiempo que mis compañeros descubrían el supuesto intento de robo o incursión), una turba de ciudadanos de la villa se acercaron al barco insultándonos como extranjeros y conminándonos a marcharnos. Y mientras el fugitivo era abatido, Egil ahuyentaba a la turba con un cubo de desperdicios, al mismo tiempo que Halldon, un poderoso guerrero de la tripulación, orinaba en señal de desprecio a las aguas del puerto de la villa. Nuestro godi Ragnar y yo desconocíamos el alcance de los sucesos, pues llegamos después de que la turba fuera dispersada por Egil. Y lo más terrible es que, tras ser informados de lo sucedido y yo haberme puesto a buscar entre los bienes transportados y encontrando escondido en ellos uno de los bigotes de oro de la estatua de Perum, por el camino principal al puerto se acercaba el sacerdote de la villa, acusándonos de haberles robado algo valioso, momento en el que varios soldados asaltaron el barco y dos de ellos me acusaban de ladrón mientras uno me sostenía la mano en la que colgaba la pieza sustraida (y yo... tratando de explicarme).

Harto ya de ser mangoneados allí donde íbamos, exigí que se me llevase ante su líder con la pieza en la mano para exponer el asunto, cosa a la que negaron, y siguieron intentando tomarme preso. «¿Queréis el bigote de oro?» grité entonces, «¡Cogedlo! Upsss... ¡Pues se me ha caído de entre los dedos hasta el suelo! Upssss... Y ahora, cuando te has agachado, idiota, mi cabeza te ha dado tal testarazo que ahora estás bailando con los lobos en tu aturdimiento... ¡¡¡Y A MÍ NADIE ME LLAMA LADRÓN SIN MOTIVO!!!». De esta manera se produjo una ruidosa pelea en el barco, mientras Egil desamarraba el navío, separaba las sogas, levaba el ancla y sacaba el tablón de paso. Y en un combate rápido y cruento, salvo por un luchador, el resto murió estúpidamente por algo que no habíamos hecho. Pero ya que a esa villa no volveríamos en mucho tiempo, decidí que esos bigotes estarían mejor adheridos a mis propios bigotes... ¡vaya que sí! Eso sí, lo que dijesen mis compañeros y mi godi... se vería más adelante. De momento, huíamos de una amenaza más en el camino.

CONTINUARÁ...










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